14 de Diciembre de 2010
La presencia de los abuelos para los niños es un tesoro,menos para la justicia que insiste en quitarselos ,sobre todo a los paternos,¡qué cuadro de justicia!penosa
Abuelos y nietos a corta distancia
13/12/2010 MARÍA DOLORES ROJO LÓPEZ. ESCRITORA
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L a presencia de los abuelos en la vida de un niño es un tesoro y ni que decir tiene lo contrario. Es una relación tan estrecha y especial que las distancias generacionales, las más largas de todo el rango familiar, se hacen imperceptibles para ambos. Es extraordinario ver como los abuelos se sienten cerca de la forma de pensar de sus nietos; algo que tal vez nunca consiguieron con sus hijos. Una asignatura pendiente que saben recuperar muy bien con los pequeños que ahora llegan a sus vidas. Entre ellos se establecen indisolubles lazos que les llevan a apoyarse mutuamente y a comprenderse a pesar de todo. Posiblemente, los abuelos vean en sus nietos la segunda oportunidad de remediar sus errores como padres. De darles la atención que restaron a sus hijos a favor del trabajo, del cansancio o de la escasa paciencia que un niño pequeño exige. Tal vez, sientan que es el momento de volver a amar intensamente y poder expresarlo con la apertura que condece la edad tras descubrir que uno vive la vida demasiado solo. Encerrado en un trabajo frenético, disperso en reuniones interminables de escasa eficacia, diluido en preocupaciones ajenas a la vida del hogar aunque sean en nombre de mantener éste, perdido en disquisiciones estúpidas sobre temas pasajeros que solamente dependen de la política diaria o del acalorado entusiasmo deportivo del momento.
Nada de esto sobra, sin embargo, en el rodar cotidiano de la existencia de cada cual si concediésemos un lugar preferente a la atención de nuestros hijos. Pero cuando uno está pasando la vida junto a los niños que crecen en el hogar, parece como si todo rodase igualmente con nuestra dedicación hacia ellos o nuestra presencia ausente. Los abuelos siempre están cuando están y cuando no, siempre permanecen atentos a la espera de ser requeridos para atender a sus nietos como el mejor de los regalos. Deberíamos preguntarnos de dónde procede ese acercamiento tan espontáneo y sencillo que se opera entre ambos. Deberíamos descubrir por qué es tan fácil para los dos comprenderse y apoyarse de forma tan unánime. Y sobre todo, deberíamos tratar de comprender a nuestros padres cuando les sentimos tan cerca de nuestros hijos y no recriminarlos por su permisibilidad para con ellos o envidiar el mutuo afecto que se profesan.
En la actualidad, el rol de abuelo supera lo previsible y se ubica en un espacio que no le corresponde. La dependencia física de la atención de los bebés por parte de éstos, cambia y distorsiona su misión afectiva. Se les carga con los recién nacidos para que les atiendan durante las horas que la madre no puede hacerlo convirtiéndoles en padres de nuevo a pesar de su edad y las dolencias que puedan tener añadidas. Y en ese trasiego, se pretende que eduquen a los niños en ausencia de los padres y en favor de ellos. Esto no tiene sentido. La educación que puedan transmitirles, la formación en valores o la enseñanza de la cortesía básica que debe regir la conducta es algo que de forma espontánea surgirá en el trato diario, pero de ahí a pretender que no cometan errores de consentimiento excesivo con sus nietos, ahí un largo trecho. No son los abuelos los que deben poner límites a los niños, al menos aquellas barreras que se consideran fundamentales para los saltos cualitativos del pequeño en materia educativa.
Posiblemente, deban respetar los que los padres establecen pero es muy difícil que a lo largo de un horario dilatado permanezcan con la cautela y la disposición tutelar que tiene un padre hacia su hijo. Porque en definitiva su misión es otra. Y es que un abuelo simplemente quiere que su nieto sea feliz. No a cualquier precio, eso no. Pero feliz. Y es que han sido capaces de descubrir, a lo largo de su vida, que pocas cosas importan de verdad en ella. Que lo que permanece es el afecto sólido, el cariño sincero y la capacidad de comprender antes de juzgar. Por eso, después de vivir una vida entera quieren entregar lo mejor de su descubrimiento a lo que les importa de forma más inmediata por creer que los niños están a tiempo de aprenderlo sin tener que pasar por los mil y un avatares de la existencia para llegar a esta conclusión tan simple y evidente. Lo primero que les lleva a la cercanía con sus nietos es la complicidad, esa que parece haberse perdido entre los de mediana edad y que no se encuentra por ningún sitio ya. Sin complicidad, sin verdaderas ganas de colaborar, sin sentir que la otra persona es capaz de hacer todo por ti lo que tú por ella, no es posible el éxito en las relaciones. La familia debería derrochar complicidad y ni que decir tiene, la pareja.
Cuando uno está inmerso en los intereses del otro y viceversa todo es fácil y posible. Nadie es contrincante del otro y la competencia no existe. Solamente hay lugar para las ganas de hacer cosas juntos, beber la vida de la misma copa y enfrentar conjuntamente las alegrías o las tristezas. Nada desune más que estar enfrente del otro en vez de a su lado. Exigir, pedir explicaciones, reclamar, dudar, desestimar y cuestionar lo que los hijos hacen a lo largo de su día no es buen camino. Si los nietos cuentan a los abuelos todo lo que les sucede es precisamente porque son sus cómplices, porque están con ellos sin condiciones, no queriendo decir esto que les apoyen ciegamente sin ser capaces de emplear el juicio justo en cada caso. Pero saben estar a su lado . Saben comprender por encima del que dirán o de los prejuicios de la moral que nunca anteponen a los del cariño para entender qué le sucede al pequeño, en realidad. Son capaces de investigar sagazmente lo que a los padres se les escapa por debajo de las prisas diarias. Consiguen articular las relaciones dificultosas, a veces, entre padres e hijos y promover así el entendimiento de los primeros en base a ceder en ese orgullo, tantas veces estúpido, de demostrar la autoridad antes que el amor. Por todo ello, los vínculos se estrechan tanto entre nietos y abuelos que ni la distancia, ni el tiempo sin verse, ni una vida entera que pasen en la lejanía logran separar lo que de forma tan natural está unido.
Los abuelos han aprendido que despacio, igual que se engorda o se envejece, van desapareciendo las viejas barreras del pensamiento y que el interés, supuestamente imperecedero, por lo vivido tantas veces, se diluye. Hasta la ira y las demás pasiones se atenúan. Se transforman en indiferencia hacia lo que es material e intrascendente y en comprensión desinteresada hacia las personas. Entienden que la may or parte de la vida la vivimos solos, dentro de nuestro cerebro, y que, con los años, casi terminamos encerrados en él.
Carta: En nombre de Mario
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